Viento y frío fluyen en el bosque. Árboles fibrosos, densos se ofrecen al cuerpo para abrazar el tronco, texturas aferradas a la boca de los muertos. Se oye retumbar entre las ramas la voz que liga los destinos. Grito yermo que nace de la nada, umbral de lo que fuimos. Las piedras y la luz secreta que alumbra los oscuros caminos del invierno son los últimos testigos. Atreverse a cruzar las cumbres de la noche, la lluvia de los páramos, la frontera que se abre en la niebla progresiva con el paso estridente de los ineptos por la tierra; luchar contra el viento que penetra en todo el cuerpo, que alza el brazo que golpea, y sangrar en los labios de frío. Viento y frío, música y silencio del reino de la muerte.
Cuarto blanco, tapizados los sentidos, cercado el ser acechante, siempre escondida la sabiduría del vertiginoso mundo envuelto en el vacío. Encarnizada en tierra ponerse el mejor vestido y jugar a estar muerto. Vivir franqueando la muerte, exultante en sus gestos la muerte nace de la muerte. El viento y el frío borran la memoria, queda la sonrisa de la lluvia incorpórea que deja la presencia de la muerte, la más bella sonrisa en el reír.
Envejecer en el helado invierno con la monotonía de la imperfecta embriaguez de la vida. Con las mismas manos que realizan el inútil aseo de los muertos, encender la lámpara que ilumina el lugar donde todo se desvela.