Nos sostenemos frente a la insatisfacción, el fracaso y la pérdida. Rezamos credos de libertad que acaban con la libertad. Sueños despiadados que brillan en la memoria cuán hondamente se oculta la verdad sellada en el silencio. Nos sostenemos en lo eterno sin forma ni color para superar lo sórdido de un mundo sucio, ruín y pervertido de seres que consumen lo hediondo, asfixian la esperanza. Hoy como ayer y como siempre somos esclavos del trabajo, la llamada del deber; trabajan los honrados, los responsables, los ambiciosos, los que no pueden hacer otra cosa que trabajar; trabajan los que tienen una meta y los que no. El dinero mueve la ciudad, allí se le adora más que en ningún otro paraíso, allí tienen sus templos, sus profetas y sus predicadores. Cuanto más se trabaja menos se es. ¿Qué se tiene que ver con este mundo en el que se está sumido?
A veces la vida nos obliga a renegar de ella, de ponernos más sombras y sombras sin una luz, a renunciar a quererla. Y sin embargo llega la aurora, el retorno a la vida, el privilegio de esa ambición humana de ser libres. En soledad y en silencio se aprende mucho, se aprende a constatar que estamos vivos, se aprende de nuestra presencia. La persona se hace persona frente al viento que quiebra las ramas de los árboles y rasga las velas de los mástiles; una vida firme vale más que los sueños incumplidos. Hay una edad en la que se tiene que arrancar de raíz todo lo que no importa, lo ficticio y lo convencional y, si se puede pedir lo imposible, establecer un pacto con la muerte.
Sin pena ni gloria se consume la vida, queriendo decir lo que no se acierta a decir. No somos nada, el vivir es dulce en esa nada, un misterio, una grandeza. Morirse sin decir lo que importa, lo concreto, lo que pesa como plomo, la maldición airada que comprende, el fin del sueño que sólo se cumplió allá en el cielo.