En 1869 Eça de Queirós viaja a Egipto con el encargo de
asistir a los festejos de inauguración del Canal de Suez. Permanece dos meses
en ese país de gentes que visten con vivos colores y hablan con estruendo, raza
vigorosa donde las personas se conservan como las pirámides; visita monumentos
ancestrales, yacimientos arqueológicos, templos en ruinas, ciudades milenarias
y tierras fértiles regadas por un río cuna de mitos y leyendas. El Nilo es el
cielo que suple a la lluvia, el cordón umbilical que alimenta los campos; crece
equitativamente, sin injusticias ni cólera, fuente de vegetación, de cultivos
fecundos, de un paisaje rico y sereno habitado por campesinos pacíficos,
hospitalarios, sencillos y sobrios que sufren resignados con indiferencia
impasible la brutalidad de un régimen esclavista; el campesino no posee nada,
no tiene propiedades, ni casa, ni tierras, ni animales, ni la familia le
pertenece y mucho menos la libertad, su vida es sólo trabajar, rezar y cuando
envejece mendigar. No se discuten las decisiones del gobierno ni los actos de
los poderosos, se aceptan como elementos del destino.
Mueren las aguas del Nilo desparramándose en un extenso
delta, abanico de vida y civilización. Antiguas ciudades de renombre con ecos
de pasado esplendor. Alejandría, ¿dónde están las bibliotecas, los palacios,
los jardines?, construcciones abandonadas, algunas hechas escombros, otras han
dado paso a grandes edificios blancos, a monótonas plazas, bulevares y casinos;
ciudad (a los ojos del viajero) pesada, fastidiosa, vulgar, insalubre y fea,
nada queda de su antiguo apogeo que la situaba, junto a Atenas y Roma, como
centro del lujo, las letras y el comercio del Mediterráneo. De distinta manera
se ve El Cairo, puerta del Delta, capital histórica, administrativa y política;
ciudad colorida y luminosa que estimula la imaginación; los barrios, las
calles, las casas, el ambiente son descritos con un vago aspecto a como lo
vemos en los viejos grabados o en las ilustraciones fantásticas de Gustave Doré:
bazares, rincones, plazuelas, callejones, muchedumbres de túnicas y velos,
damas de harén, gordos eunucos negros, encantadores de serpientes, viejos
comerciantes, fumadores de opio, derviches, pachás, etc. Al viajero occidental
se le oculta la verdad de la vida cotidiana bajo una malla de agasajos,
cumplidos, rutas guiadas y sobornos; el soborno es una costumbre arraigada en
la sociedad egipcia, está en su ADN, mueve la voluntad del más poderoso hasta
el más insignificante, del rico y del mendigo, del noble y del campesino; sin
el soborno nada funcionaría: todo se allana, todo se simplifica, todo se
concede, todo se cumple con el soborno; denuncia el narrador.
El objetivo primario del viaje queda convertido en una
excusa, pero no menor. Se describen los faustos de la inauguración del Canal de
Suez: fachadas engalanadas, parques iluminados, carreras de caballos y de
dromedarios, danzas tribales, magia, conciertos, bailes, fuegos artificiales,
etc., y una flotilla de embarcaciones que partiendo de Port Said recorre el
canal escoltando el barco de la emperatriz Eugenia de Montijo. A los actos
asisten reyes, emperadores, representantes de todos los países, turistas
llegados de diversas partes del mundo y, claro está, Ferdinand de Lesseps,
padre de la obra, quien cuenta las dudas, los problemas y las dificultades que
han tenido que salvar, y expresa sus inquietudes, sus miedos a que todos los
esfuerzos, todo el trabajo quede en un fracaso.
Egipto es un territorio de paso hacia África y Persia
codiciado por las grandes potencias europeas. Aprovechando las contradicciones
de la política interior egipcia, los europeos se han ido infiltrando en todos
los rincones de la administración; en la economía, en la industria, en el
comercio se defienden intereses extranjeros con dinero egipcio. Aunque
pertenezcan a las clases altas y cultas, el eurocentrismo considera a los
egipcios una raza inferior, fuerza de trabajo barata; y los egipcios miran a
los europeos como una plaga dispuesta a devorar sus riquezas. La apertura del
Canal de Suez supone un camino directo hacia la India, circunstancia que desata
las ambiciones del colonialismo inglés. Justificando un motivo pueril, con el
apoyo de una prensa británica sensacionalista y manipuladora que exacerba la
insolencia nacionalista, y ante la pasividad del derecho internacional, se
interviene militarmente un país, se le convierte en un protectorado y a sus
habitantes en súbditos. El colonialismo inglés -escribe el autor- se parece
mucho a la política primitiva de los emperadores persas: ser fuerte, caer sobre
el débil, destruir su vida y arrebatarle sus bienes. Algo que por desgracia
suena a plena actualidad.