El sol que quema las piedras,
tapias encaladas, pequeñas iglesias y cruces de madera carcomida. El eco del
pozo repite la voz de los segadores que con manojos de espigas pasan por la
vereda, dan los buenos días a los elementos, a los pájaros, a la aurora: se
quitan respetuosos sus sombreros de paja como quien saluda a personas. Viven
con los ritmos que marca la naturaleza, el campo en verano, las horas que
señalan las sombras. El viento abraza a los árboles. Se abren las ventanas,
entran las flores, el zumbar de los abejorros, las mariposas encantadas, las
canciones que los niños escuchan en sueños y no saben nada de fatiga y
lágrimas.
Al mediodía, los niños se bañan
desnudos en el río, se enjabonan el pelo al sol, desprenden miles de pompas de
jabón que escapan al aire, y las muchachas trenzan coronas de alhelíes con las
que adornan sus cabellos, bailan joviales la danza de la primavera. El bosque
entero huele a alegría.
A la hora de la siesta,
mientras los adultos duermen, cuando es imposible separar el silencio de la
tierra, los niños se escapan a jugar en el campo, desvelan los secretos del
mundo revolcándose en la hierba. Y por la noche, los niños toman la Luna en sus
manos, en secreto juegan con ella sin que nadie lo sepa (en todo caso las madres
que escuchan detrás de las puertas, algo sospechan). Entre enredos y risas,
caen dormidos acurrucados oyendo el latido de su corazón.