La fábula ha sido asociada a
la literatura dirigida a los niños. Textos con un lenguaje adaptado, suavizadas
las historias e ilustradas con atractivos dibujos de colores pueblan las
estanterías de la sección de literatura infantil y juvenil en las librerías.
Sin embargo, la mayoría de las fábulas fueron escritas para un lector adulto y
muy pocas para la infancia. Aclaremos: sólo las fábulas específicamente
infantiles pertenecen a la literatura infantil. Hecha la primera aclaración,
vamos con el género.
Escrito en verso o en prosa,
la fábula es un relato breve con intención crítica, didáctica o/y moralizante,
aunque tienen entrada diversos personajes: plantas, objetos, personas,
elementos míticos, etc. sus protagonistas suelen ser animales populares con
rasgos humanos; y, no siempre, cierra el cuento una moraleja que sentencia
explícita o implícitamente el sentido de lo expresado. Sus orígenes se pueden
buscar en las narraciones orales tradicionales de la India y Arabia, y
siguiendo el rastro mediterráneo las encontramos en la Grecia clásica «centro
de cultura y civilización», cuna de hombres ilustres entre los que se cuenta
Esopo; de su persona poco se sabe salvo que nació esclavo y gracias a su
discreción y sabiduría su amo lo manumitió, viéndose libre recorrió las
ciudades estado griegas ofreciendo consejo a quien lo necesitara (reyes y
mandamases entre ellos), reflexiones que plasmaba en amenas narraciones
fabulosas que los oyentes escuchaban con deleite y respeto.
De aquellos lejanos inicios,
las fábulas con buena salud traspasaron los siglos y llegaron al verso
castellano. Dos nombres suenan entonces, D. Félix María Samaniego (1745-1801) y
D. Tomás de Iriarte (1750-1791), este último quien aquí nos ocupa; nacido en el
seno de una familia aristocrática, distinguida, culta y numerosa, como
corresponde a su estirpe de intelectual dieciochesco, elegante, cosmopolita,
buen conversador (asiduo de tertulias); conocedor del latín y la literatura
española, estudió francés y griego clásico; ejerció de traductor
(mayoritariamente de teatro francés y del Arte
Poética de Horacio), bibliotecario, recopilador y cuasi editor de los
papeles de un tío literato, instrumentista (tocaba el violín y la viola),
compositor de música (algunas sinfonías hoy desaparecidas), dramaturgo premiado
con el favor del público y poeta; su obra más conocida son las Fábulas Literarias en cuyo prólogo
reivindica, sin que su ego se cortara un pelo, ser el primer español en
introducir el género, honor discutido por D. Félix María Samaniego autor de una
colección de fábulas publicada el año anterior, siendo del conocimiento del
hasta entonces amigo Iriarte; quien, este último, murió de gota en Madrid
producto de una actividad cultural, social y cortesana intensa.
¿Qué encontramos en las
fábulas? Brevedad y pocos personajes. Estereotipos casi siempre de animales
personificados (elefante sabio, cordero inocente, mono insolente, zorro
sibilino, conejo listo, paloma fiel, asno torpe) que pasan por situaciones
humanas (estupidez, vanidad, ignorancia, egoísmo, astucia, experiencia).
Oposición subjetiva entre dos actores: el rico y el pobre, el codicioso y el
bienhechor, el dispuesto y el incapaz, el avispado y el cándido, etc. Hechos
imposibles expuestos a veces de manera irónica que estructuran un giro
narrativo imprevisto, donde las consecuencias del mal comportamiento son
vencidas por los beneficios del buen proceder; aunque no siempre tiene porque
ser así. Y por lo general, al concluir muchas narraciones se cierran con una
expresión proverbial titulada moraleja que destila propiedades sentenciosas,
moralizantes o pedagógicas.
El fabulista señala
comportamientos humanos, confronta las virtudes con los vicios, expone los
defectos universales, plantea la reflexión, no da normas. “Nos ofrece consejos
que no deben caer en saco roto, pues si bien somos animales con nuestros
naturales instintos, quiso el creador dotarnos de inteligencia para poder
elegir entre lo bueno y lo peor”.