Kilómetros y kilómetros de llanuras o praderas, un paisaje
azotado por rayos y tormentas, un territorio ideal, abierto, donde construir (no
sin conflicto inicial) la Ciudad de los Dioses; el reino de Asgard en la Tierra
cerca de una pequeña población de Oklahoma llamada Broxton. Primera misión
recuperar a su pueblo. Normalizadas las relaciones, los asgardianos se integran
en la vida cotidiana de los terrestres: asisten a las juntas vecinales, participan
en los asuntos de la comunidad; unos van a la compra al supermercado, otros aprenden
las reglas del nuevo mundo. Mortales y divinidades nórdicas conviven para
asombro de los primeros y calma de los segundos. La Ciudad de los Dioses se
convierte en una atracción turística, qué mayor interacción.
Trascurren monótonos los días y las noches de una nación
nacida para ser libre y vagar en busca de aventuras. El germen de la inacción
va inoculando el veneno de la disconformidad. De qué sirve el renacimiento si
se vive encerrado en una jaula de oro, si no conoces el miedo, si no se puede
usar la libertad para ir donde uno quiera; si no se puede blandir la espada contra
el viento, la lluvia y los dioses; si no se puede guerrear, morir y renacer; si
se ha perdido la fuerza de Odín. Hay que abandonar la Ciudad de los Dioses,
salir de los muros, dotar de un propósito a la existencia, guiarse por el
corazón; forjar sus propios sueños recorriendo los caminos de los vivos y de
los muertos, de los mortales y de los inmortales; encontrar lugares donde nadie
hace preguntas pero todos persiguen respuestas. Afrontar un destino se sea dios
o se sea hombre.
Cada uno cumple su papel en este mundo y en el otro.
Pertenecer al linaje de un rey conlleva la responsabilidad de comprender, y
comprender es dolor. Comprender el por qué tiene que morir el abuelo para que
reine el padre y tiene que morir el padre para que reine el hijo. El padre
traiciona al abuelo y el hijo traiciona al padre, es una rueda que gira
constantemente, un ciclo que se repite con la misión de dar un futuro de
felicidad, prosperidad y esperanza al pueblo. En el paraíso mitológico se vive,
se lucha, se sangra, se muere y se vuelve a vivir en una batalla eterna sin
temor a poder fracasar.