El abuso de la falta con la complicidad de una gran mayoría social trivializa el delito, niega la condena y hace inútil la justicia.
lunes, 28 de mayo de 2018
lunes, 21 de mayo de 2018
OTTORINO GURGO; “PILATOS”.
Era feo: piel grasienta, bajo, calvo y rechoncho. De gestos toscos y mirada esquiva. De carácter iracundo hasta la violencia, huraño, presumido, arrogante y astuto más que inteligente. De los orígenes familiares de Poncio Pilatos nada cuenta la historia fuera de las leyendas; una de estas versiones cuenta que había nacido en Hispalis (actual Sevilla, ciudad española que gozaba del derecho a la ciudadanía romana), fruto del vínculo matrimonial entre una mujer local y Tito Poncio centurión romano. Conjeturando se puede decir con mayor fundamento que pertenecía a la familia de los Poncios, de buen linaje aunque sin formar parte de la casta patricia, su categoría social correspondía a los équites illustriores, una especie de aristocracia funcionarial que ocupaba cargos públicos de cierta importancia. Instalado en Roma, con recomendación entra en el círculo de Lucio Elio Sejano (amigo y consejero de Tiberio, hombre poderoso, temido y odiado), en casa de quien se aloja con frecuencia (cuentan las malas lenguas que fue amante de su mujer Apicata). Estando al servicio de Sejano, se baraja la hipótesis que Pilatos formara parte de la conjura contra Cneo Calpurnio Pisón (viejo amigo del Emperador, legado en Siria) quien no se habría suicidado, sino que había sido asesinado por orden de Sejano, siendo Pilatos uno de los autores del crimen. Fruto de sus amistades y arteras maniobras adquiere riqueza y posición, es hora de casarse, a instancias de Sejano pone sus ojos en Claudia Prócula: nacida en Narbona (Francia) perteneciente a una de las ramas secundarias de la familia Claudia, con credenciales más ilustres que dinero, sin embargo, caso anómalo en la época, el enlace fue más por amor que por interés.
Nombrado prefecto de la provincia romana de Judea, en el año 779 de la fundación de Roma (año 26 de la era cristiana), Poncio Pilatos junto a su esposa, con una maleta ideológica cargada de prejuicios antijudíos, arriba en el puerto de Cesarea Marítima lugar donde, siguiendo el ejemplo de sus predecesores, fija su residencia oficial. Cesarea Marítima (levantada por Herodes el Grande) resultaba más cómoda y tranquila que Jerusalén, el carácter griego y pagano de la ciudad contribuía a hacer más agradable la estancia para un romano, las comunicaciones con la Capital Imperial y con el gobernador de Siria eran más fáciles, y al estar ubicada a orillas del mar en caso de una sublevación popular no se corría el riesgo de quedarse atrapado. Recién llegado se pone al corriente de los poderes que dispone: como administrador le compete cobrar la contribución territorial o personal (otros tributos, consumo, peaje, tasas de esclavos, etc., se adjudicaban a ricos contratistas: los publicanos); como jefe militar tiene bajo sus órdenes cinco cohortes (cuatro acuarteladas en Cesarea y una en Jerusalén, en la fortaleza Antonia); como juez era el juez supremo de sus tropas mientras para la justicia ordinaria operaban los tribunales judíos, con una salvedad, la potestad de dictar penas capitales competía al procurador pasando por encima de la decisión del Sanedrín.
Desde el minuto uno los desencuentros o mejor encontronazos entre Poncio Pilatos y la comunidad judía van a ser continuos: por las imágenes, por el culto al César, por la acuñación de moneda, por la construcción de un acueducto, por los dineros del Templo, por lo que sea. Pilatos no entendía las costumbres, ni entendía la fe de una sociedad, a su parecer, tan tortuosa, compleja, cargada de supersticiones, de rituales mágicos; era incapaz de distinguir las diferencias entre saduceos y fariseos (los dos grandes partidos), zelotes, esenios o cualquier otra corriente, por todos sentía tanto desprecio como ellos sentían por él. Pragmático absoluto, convencido de la invulnerabilidad del predominio de Roma, ejercía todo su poder para anular la fuerza política del Sanedrín y del Sumo Sacerdote, y oprimir a la aristocracia judía; quería hacerles sentir el peso de la autoridad romana. A lo largo de su mandato Pilatos no dio muestras de ser un tipo inteligente, testarudo mucho, inteligente nada.
Al contrario que Poncio Pilatos, su esposa, Claudia Prócula, siguiendo una moda muy extendida entre las damas romanas, tenía cierta simpatía por el judaísmo, por sus ritos, sus misterios, sus gentes. En aquellos tiempos había muchos profetas, curanderos y magos que recorrían Palestina, y era bien sabido que Claudia Prócula se interesaba por estos personajes, fue ella, según parece, quien habló a su marido de un galileo llamado Jesús de Nazaret. Según los textos sagrados, Jesús de Nazaret no era del agrado de saduceos ni de fariseos, es del todo posible que esta actitud de desprecio despertara las simpatías de Pilatos hacia el nazareno, a quien todavía no había tenido ocasión de conocer; sin embargo el destino entrecruzará sus vidas en un episodio controvertido y luctuoso, poniendo en la historia del cristianismo el nombre del oscuro prefecto romano.
Cuando llegaba la Pascua, la mayor de las fiestas hebreas, Poncio Pilatos estaba obligado a cambiar la tranquilidad de Cesarea por el bullicio de Jerusalén. Se alojaba en la fortaleza Antonia, desde donde podía controlarlo todo y disponer de inmediato, en caso de alguna revuelta, de la guarnición romana acantonada en el recinto. En vísperas a la celebración, los atrios del Templo se convertían en un mercado donde se cambiaban monedas griegas y romanas por monedas judías y tirias (las únicas que podían ser usadas en las ceremonias del Templo), y se compraban y vendían animales para ser sacrificados. De cada moneda que generaba aquel comercio un porcentaje iba a parar a las arcas de Anás, el gran patriarca, la eminencia gris, el verdadero sumo sacerdote, que jamás toleraría que se amenazara aquello sobre lo que había construido su poder y su riqueza. El Nazareno expulsando a los mercaderes del Templo de Jerusalén había metido el dedo en el ojo o, mejor, en bolsillo adverso; para Pilatos, aquel hombre podía convertirse en un germen de desórdenes. Jesús de Nazaret, traicionado por uno de sus discípulos, fue arrestado por orden del Sanedrín y condenado a muerte por este mismo tribunal judaico. Las leyes romanas disponían que nadie podía ser condenado sin juicio y la facultad de emitir sentencia capital estaba reservada a la autoridad de Roma. Era preciso, pues, llevar al preso ante el procurador romano para que fuera él quien deliberara la pena y la hiciera ejecutiva. Aunque tuviera serias dudas de la legitimidad del arresto y la condena, Pilatos no podía tomar a la ligera el asunto, de una u otra manera era inevitable el trágico final. Para los romanos la crucifixión era la muerte más cruel y espantosa; para los hebreos era incluso algo más grave: «un colgado es una maldición de Dios» estaba escrito en el Deuteronomio.
Después del proceso a Jesucristo el diálogo que había mantenido unidos a Poncio Pilatos y Claudia Prócula se rompe, las relaciones se deterioran de manera irreversible; corre el rumor que ella forma parte de la secta cristiana e incluso advirtió a su marido: «No te mezcles en el asunto de este justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño que me hizo sufrir mucho». El organismo de Claudia Prócula se debilita, cae enferma y muere en paz; Pilatos pierde al único ser humano que había amado, no le queda nada ni nadie, se siente solo y aislado en un mundo hostil que no comprende. En los tres años que aún permanece en Palestina incrementa el odio y el desprecio por sus administrados. Cuando recibe noticias de actividad sediciosa en Samaria, da orden a las cohortes de atacar y ejecutar la más implacable represión. Esta acción exacerbada precipita una caída que quizás estaba buscando. Se le ordena presentarse en Roma a dar explicaciones. Durante toda su vida sólo había creído en dos cosas: el poder de Roma y su ambición personal; las dos habían cambiado, Sejano y Tiberio estaban muertos, sin protectores que pudieran interceder por él, fue declarado culpable y condenado. Aprovechando una amnistía general decretada por la subida al trono imperial de Cayo Calígula, Pilatos, bien aconsejado, emprendió el camino del exilio, se fue a Vienne donde, según parece, sumergiéndose en las aguas del Ródano se quitó la vida.
Basándose en una leyenda del siglo II (recogida por Tertuliano, entre otros) que concluye con la conversión de Pilatos al cristianismo, la iglesia monofisita etíope y egipcia le cuentan entre sus santos. También, y con más motivos, fue coronada en los altares de la Iglesia Ortodoxa Oriental y de la Iglesia Ortodoxa Etíope su esposa Claudia Prócula. En cambio Pilatos es despreciado por la iglesia occidental.
Nombrado prefecto de la provincia romana de Judea, en el año 779 de la fundación de Roma (año 26 de la era cristiana), Poncio Pilatos junto a su esposa, con una maleta ideológica cargada de prejuicios antijudíos, arriba en el puerto de Cesarea Marítima lugar donde, siguiendo el ejemplo de sus predecesores, fija su residencia oficial. Cesarea Marítima (levantada por Herodes el Grande) resultaba más cómoda y tranquila que Jerusalén, el carácter griego y pagano de la ciudad contribuía a hacer más agradable la estancia para un romano, las comunicaciones con la Capital Imperial y con el gobernador de Siria eran más fáciles, y al estar ubicada a orillas del mar en caso de una sublevación popular no se corría el riesgo de quedarse atrapado. Recién llegado se pone al corriente de los poderes que dispone: como administrador le compete cobrar la contribución territorial o personal (otros tributos, consumo, peaje, tasas de esclavos, etc., se adjudicaban a ricos contratistas: los publicanos); como jefe militar tiene bajo sus órdenes cinco cohortes (cuatro acuarteladas en Cesarea y una en Jerusalén, en la fortaleza Antonia); como juez era el juez supremo de sus tropas mientras para la justicia ordinaria operaban los tribunales judíos, con una salvedad, la potestad de dictar penas capitales competía al procurador pasando por encima de la decisión del Sanedrín.
Desde el minuto uno los desencuentros o mejor encontronazos entre Poncio Pilatos y la comunidad judía van a ser continuos: por las imágenes, por el culto al César, por la acuñación de moneda, por la construcción de un acueducto, por los dineros del Templo, por lo que sea. Pilatos no entendía las costumbres, ni entendía la fe de una sociedad, a su parecer, tan tortuosa, compleja, cargada de supersticiones, de rituales mágicos; era incapaz de distinguir las diferencias entre saduceos y fariseos (los dos grandes partidos), zelotes, esenios o cualquier otra corriente, por todos sentía tanto desprecio como ellos sentían por él. Pragmático absoluto, convencido de la invulnerabilidad del predominio de Roma, ejercía todo su poder para anular la fuerza política del Sanedrín y del Sumo Sacerdote, y oprimir a la aristocracia judía; quería hacerles sentir el peso de la autoridad romana. A lo largo de su mandato Pilatos no dio muestras de ser un tipo inteligente, testarudo mucho, inteligente nada.
Al contrario que Poncio Pilatos, su esposa, Claudia Prócula, siguiendo una moda muy extendida entre las damas romanas, tenía cierta simpatía por el judaísmo, por sus ritos, sus misterios, sus gentes. En aquellos tiempos había muchos profetas, curanderos y magos que recorrían Palestina, y era bien sabido que Claudia Prócula se interesaba por estos personajes, fue ella, según parece, quien habló a su marido de un galileo llamado Jesús de Nazaret. Según los textos sagrados, Jesús de Nazaret no era del agrado de saduceos ni de fariseos, es del todo posible que esta actitud de desprecio despertara las simpatías de Pilatos hacia el nazareno, a quien todavía no había tenido ocasión de conocer; sin embargo el destino entrecruzará sus vidas en un episodio controvertido y luctuoso, poniendo en la historia del cristianismo el nombre del oscuro prefecto romano.
Cuando llegaba la Pascua, la mayor de las fiestas hebreas, Poncio Pilatos estaba obligado a cambiar la tranquilidad de Cesarea por el bullicio de Jerusalén. Se alojaba en la fortaleza Antonia, desde donde podía controlarlo todo y disponer de inmediato, en caso de alguna revuelta, de la guarnición romana acantonada en el recinto. En vísperas a la celebración, los atrios del Templo se convertían en un mercado donde se cambiaban monedas griegas y romanas por monedas judías y tirias (las únicas que podían ser usadas en las ceremonias del Templo), y se compraban y vendían animales para ser sacrificados. De cada moneda que generaba aquel comercio un porcentaje iba a parar a las arcas de Anás, el gran patriarca, la eminencia gris, el verdadero sumo sacerdote, que jamás toleraría que se amenazara aquello sobre lo que había construido su poder y su riqueza. El Nazareno expulsando a los mercaderes del Templo de Jerusalén había metido el dedo en el ojo o, mejor, en bolsillo adverso; para Pilatos, aquel hombre podía convertirse en un germen de desórdenes. Jesús de Nazaret, traicionado por uno de sus discípulos, fue arrestado por orden del Sanedrín y condenado a muerte por este mismo tribunal judaico. Las leyes romanas disponían que nadie podía ser condenado sin juicio y la facultad de emitir sentencia capital estaba reservada a la autoridad de Roma. Era preciso, pues, llevar al preso ante el procurador romano para que fuera él quien deliberara la pena y la hiciera ejecutiva. Aunque tuviera serias dudas de la legitimidad del arresto y la condena, Pilatos no podía tomar a la ligera el asunto, de una u otra manera era inevitable el trágico final. Para los romanos la crucifixión era la muerte más cruel y espantosa; para los hebreos era incluso algo más grave: «un colgado es una maldición de Dios» estaba escrito en el Deuteronomio.
Después del proceso a Jesucristo el diálogo que había mantenido unidos a Poncio Pilatos y Claudia Prócula se rompe, las relaciones se deterioran de manera irreversible; corre el rumor que ella forma parte de la secta cristiana e incluso advirtió a su marido: «No te mezcles en el asunto de este justo, porque hoy, por su causa, tuve un sueño que me hizo sufrir mucho». El organismo de Claudia Prócula se debilita, cae enferma y muere en paz; Pilatos pierde al único ser humano que había amado, no le queda nada ni nadie, se siente solo y aislado en un mundo hostil que no comprende. En los tres años que aún permanece en Palestina incrementa el odio y el desprecio por sus administrados. Cuando recibe noticias de actividad sediciosa en Samaria, da orden a las cohortes de atacar y ejecutar la más implacable represión. Esta acción exacerbada precipita una caída que quizás estaba buscando. Se le ordena presentarse en Roma a dar explicaciones. Durante toda su vida sólo había creído en dos cosas: el poder de Roma y su ambición personal; las dos habían cambiado, Sejano y Tiberio estaban muertos, sin protectores que pudieran interceder por él, fue declarado culpable y condenado. Aprovechando una amnistía general decretada por la subida al trono imperial de Cayo Calígula, Pilatos, bien aconsejado, emprendió el camino del exilio, se fue a Vienne donde, según parece, sumergiéndose en las aguas del Ródano se quitó la vida.
Basándose en una leyenda del siglo II (recogida por Tertuliano, entre otros) que concluye con la conversión de Pilatos al cristianismo, la iglesia monofisita etíope y egipcia le cuentan entre sus santos. También, y con más motivos, fue coronada en los altares de la Iglesia Ortodoxa Oriental y de la Iglesia Ortodoxa Etíope su esposa Claudia Prócula. En cambio Pilatos es despreciado por la iglesia occidental.
lunes, 14 de mayo de 2018
POEMA: “HERIDOS POR EL SILENCIO”.
Heridos por el silencio y la quietud
el ruido y el
movimiento.
Una
ráfaga de dolor,
un
escalofrío momentáneo.
Hambre
de palabras huidas,
desierto
de papel en blanco.
Un
solo suspirar.
Suspirar
un idilio improvisado
que
ponga nombre a los besos en la escarcha.
Suspirar
unas manos
que
acaricien el cuerpo dolorido
ungidas
con el agua de las lágrimas.
Las
hojas caen
se
las lleva el arroyo
a
un país lejano
donde
muere el otoño.
lunes, 7 de mayo de 2018
CUENTO ÍNFIMO.36
La oscuridad y el silencio era total, ningún punto de luz, ningún ruido llegaba a la estancia. Sus sentidos se esforzaron por captar alguna sensación familiar. Allí el tiempo no existía, el mundo no existía. Aquel lugar era un instrumento acusador, como el verdugo de la conciencia que castiga y purifica, y deja desnudas las pequeñas verdades.