Se observa uno a sí mismo y se cuenta uno a sí mismo, se
mira el yo y el yo íntimo cuenta. Amor y niñez, la redención del amor, la
redención de la niñez. El despertar del amor en los primeros años de la
juventud, limpio, alegre y claro; exaltación generosa del corazón, irá cayendo
como la nieve en el camino que recorre la persona amada, sin nombre,
inconcreta, indeterminada, desconocida, real o irreal; ama al amor que vendrá.
El amor de nuestras vidas es el amor de todas las vidas que se aman. El amor
nos devuelve a la infancia, inocencia y amor ambas son lo mismo: si la
inocencia muere, muere el amor.
La infancia icono de felicidad, irresponsabilidad y
ocio; paraíso perdido que se ampara en la memoria, en el recuerdo, huyendo de
un presente pesimista. Una utopía donde reconocerse, una posibilidad de
salvación donde la esperanza desbroza salidas a las frustraciones del hombre.
Volver a ser niño, disfrutar de la libertad, ese goce del niño que se esconde
en el silencio o en las voces del juego. Negarse a despertar el deseo de ser
niño es inútil, la pérdida de la infancia es la perdida de las ilusiones,
salvando el tiempo, salvando la realidad, salvando el pragmatismo de la
experiencia, recuperar el pasado es mantener vivos los sueños. La infancia es
hermosa en la memoria, en la realidad no siempre para quien la vive, las
circunstancias históricas, las dificultades de una vida marcada por la sordidez
y la miseria, las condiciones humanas que a cada uno le toca vivir; contrastan la
realidad con la dimensión simbólica de una biografía. Aunque doloroso, aunque
justificarse ante uno mismo no suponga garantía de salvación, recordar siempre
el pasado, el recuerdo del pasado nos protege del desamparo presente y de la
indefensión del futuro. Querer recobrar la infancia robada salvaguarda la
inocencia que en algún rincón del alma queda siempre intacta.
No todo se puede olvidar, la guerra es un hecho inolvidable.
El hombre pese a la nada, incluso pese al silencio de Dios frente a la
desgracia, desea seguir viviendo. La vida arrastra, todo se lo lleva, nos aleja
de lo que fuimos: esa imagen de niño que sólo se mantiene en los retratos.