En el folclore, en la mitología y en las narraciones que
cuentan la metamorfosis de hombres en animales, tanto el vampirismo como la
licantropía están ampliamente representados y ocupan un lugar relevante en el
patrimonio etnográfico europeo. La transformación de una persona en un ser
inquietante, ambiguo y peligroso para la comunidad, encarnado en lobo o en
vampiro, depende siempre del hábitat zoológico y las costumbres
socio-religiosas donde se desarrolla su cultura; sin embargo es común que vestir
la piel del animal equivalga a provocar el cambio o la posesión. La diversidad
de tipos y motivos de las mutaciones es amplia: se dan casos de mutación total
o parcial del cuerpo, casos de mutación del comportamiento o del espíritu,
casos ligados al chamanismo o a una condena tribal o religiosa etc. Y aunque
son condiciones desiguales (el vampiro está vinculado a la muerte y el hombre
lobo a la vida), resulta una peculiaridad a señalar que el vampiro a menudo se
identifica con el hombre lobo, fusión de creencias posiblemente de origen
griego: los helenos sostenían que los hombres lobo después de muertos se
convertían en vampiros.
El término «vampiro», abierto a diferentes
interpretaciones etimológicas de origen eslavo, aparece por primera vez en
Europa a mediados del siglo XVIII, cuando algunos periódicos informan de dos
casos de «vampirismo» en Serbia; hasta entonces este calificativo era
desconocido. Más tarde, en 1762, la palabra será utilizada para designar al
murciélago que chupa la sangre a los animales. No obstante las crónicas del
siglo XII nos cuentan de muertos que vuelven de la tumba, presencias
fantasmagóricas que vagan entre los vivos causándoles la enfermedad y la muerte,
terribles chupasangres que sólo pueden ser ahuyentados mediante rituales muy
concretos. Es en este siglo cuando las «infestaciones vampíricas» y las
profanaciones de tumbas alcanzaron el paroxismo en Rumanía: los cuerpos de los
cadáveres se desenterraban tras un periodo de tres años si era un niño, de
cuatro o cinco años si era un joven y de siete años si era un adulto; dependía
de la descomposición del cadáver, si era completa (huesos limpios) el alma
había alcanzado la vida eterna, si no era completa entonces se suponía que era
un vampiro. Desde tiempos remotos en Rumania el vampirismo es la creencia
sobrenatural más difundida y arraigada tanto en las ciudades como en los pueblos,
y de todas las regiones rumanas destaca Transilvania; concretamente el norte de
su comarca, tierra de vampiros, escenario del Conde Drácula de Bram Stoker personaje
inspirado en el sanguinario voivoda Vlad Draculea o Vlad Tepes (1431-1476), Vlad
III el Empalador príncipe de Valaquia. El mito del vampiro está asociado con el
miedo a los muertos y su posible retorno. Según la definición clásica, el
vampiro es una persona fallecida que por su propio espíritu o por intercesión
de poderes demoníacos sale de la tumba, vuelve al mundo de los vivos alimentándose
de sus órganos vitales o succionándoles la sangre (sustancia de valor sagrado)
con objeto de prolongar su vigor; a su paso va dejando un reguero de fetidez y
enfermedades. Pueden adquirir la condición de vampiro: los muertos que rechazan
la vida de ultratumba, las almas atormentadas, los fallecidos de forma trágica
o violenta, los descendientes ilegítimos, los bastardos que a su vez son hijos
de padres bastardos, los estigmatizados con alguna marca física o psíquica, los
herejes, los asesinos, los criminales, los delincuentes, las brujas, los hechiceros,
los licántropos y, por supuesto, las víctimas de un vampiro; en Macedonia
existía la creencia que se convertían en vampiros todos aquellos nacidos en los
«días impuros», los del trimestre que media entre Navidad (25 de diciembre) y
la Anunciación (25 de marzo). Para enfrentarse y acabar con un vampiro existen
métodos con rasgos comunes y diferentes matices según la tradición de cada
lugar: enterrarle en tierra no consagrada; exhumar el cadáver y clavarle una
estaca en el pecho o en el ombligo; cortarle la cabeza del tronco y, con la
boca tapada de tierra, ponerla a los pies del cuerpo o en tumba separada; arrancarle
el corazón que debe ser hervido o troceado o quemado; a veces es suficiente con
verter agua bendita sobre el difunto mientras el sacerdote entona cánticos
sagrados y recita oraciones. Convertido en un género popular por sí mismo, la
figura del vampiro sigue siendo fuente inagotable de inspiración para la
literatura y el cine.
Según los historiadores de la zoología, el lobo es el
animal salvaje que más ha marcado nuestra civilización desde la más remota
antigüedad hasta nuestros días. Los primitivos pastores prehistóricos europeos
tuvieron que defender a sus poblados y rebaños de los ataques del lobo,
convirtiéndole en prototipo de animal feroz y destructivo. Uno de los primeros
relatos mitológicos que cuenta la transformación del hombre en lobo (el mito de
Licaón) lo encontramos en la República de Platón; según narra, existía la
creencia de que aquel que en el santuario de Zeus Liceo en Arcadia comía las
vísceras de alguna víctima humana cortadas y mezcladas con otras vísceras, se
convertía en lobo. Partiendo de la Grecia clásica, la leyenda del hombre lobo se
encuentra presente de forma muy similar en toda Europa, desde los pueblos
mediterráneos a los pueblos nórdicos. El hombre asume la predisposición a
convertirse en lobo por herencia, por un hechizo, por una maldición, por una
posesión maligna, por dormir al raso una noche de plenilunio, por ser víctima
de adulterio o por haber sido concebido o nacer en determinadas festividades
cristianas (Navidad, Año Nuevo, Epifanía, Pascua, Pentecostés); estas últimas
amenazas obedecían a las restricciones sexuales que imponían los cánones de la
Iglesia. Las transformaciones se producen las noches de luna llena (durante el
día se mantiene la apariencia y el comportamiento humano), preferentemente en
un cementerio, y se consideran noches propicias para ello: la vigilia del
Viernes Santo, la noche del primero de mayo, la noche de San Juan, la noche de
Todos los Santos y durante las noches que van de la Navidad (25 de diciembre) a
la Candelaria (2 de febrero). La licantropía, estimada por unos como una
superstición fruto de la ignorancia y por otros como una enfermedad
alucinatoria (el mal de la luna) que hacía creer a quien la padecía que se
convertía en lobo, empujado a vagar por la noche, caminando a cuatro patas y
aullando hasta la llegada del nuevo día y recuperar la forma humana; variadas
son las formas de combatirla, desde las más mágicas hasta el tratamiento
científico-médico. Sin ninguna prueba física, la inquisición medieval fuera
laica o eclesiástica castigaba con dureza a los licántropos, en los siglos XV
al XVII, en pleno apogeo de persecución a la brujería, los acusados eran
condenados a la hoguera y quemados, fue en el siglo XVIII con la llegada de la
Ilustración cuando cambian los métodos.
La leyenda del hombre lobo ha encontrado más eco en la
tradición de los cuentos populares que en la literatura romántica, de ahí que
no goce de la misma fama que el vampiro. Ambos mitos, cada uno con sus
peculiaridades, simbolizan la dualidad del individuo, lo real y lo fantástico,
la luz y la oscuridad, la naturaleza humana y la naturaleza salvaje: un reflejo
de nosotros mismos.