lunes, 10 de octubre de 2016

SÉPTIMO ATARDECER



20,05      Estoy en la biblioteca leyendo bajo el foco de la lámpara del escritorio. El tubo led de bajo consumo ofrece una luz potente y clara (fría dicen las etiquetas). Gotas de sudor me caen por la frente y las mejillas. Las gafas resbalan hasta las aletas de la nariz alejándose de los ojos, con el dedo índice las devuelvo a su posición, una y otra vez. Tengo sed, mucha sed. Cierro el libro y me voy a beber un vaso de agua.

20,10      En el pasillo de la poesía me detengo a leer los lomos de los volúmenes; nombres gloriosos, nombres ilustres, nombres todos ellos conocidos y algún desconocido. ¿¡A cuántos poetas tocamos cada lector!? Hay tantos con la necesidad de decir y tan pocos con el interés de escuchar. Multitud de voces ordenadas alfabéticamente. ¿Para qué añadir una más? ¿No es mejor el callar sereno y transparente?

20,30     Recojo poemas viejos: jarchas, coplas, villancicos, romances, endecasílabos, liras, glosas, odas, sextinas, tercetos, octavas reales, sonetos, estrofas de pie quebrado, … toda la poesía que le sobra al valor cambiante de los tiempos.

20,35      Vuelvo de nuevo a continuar la lectura. Hace calor y es otoño.