20,05 Estoy
en la biblioteca leyendo bajo el foco de la lámpara del escritorio. El tubo led
de bajo consumo ofrece una luz potente y clara (fría dicen las etiquetas).
Gotas de sudor me caen por la frente y las mejillas. Las gafas resbalan hasta
las aletas de la nariz alejándose de los ojos, con el dedo índice las devuelvo
a su posición, una y otra vez. Tengo sed, mucha sed. Cierro el libro y me voy a
beber un vaso de agua.
20,10 En
el pasillo de la poesía me detengo a leer los lomos de los volúmenes; nombres
gloriosos, nombres ilustres, nombres todos ellos conocidos y algún desconocido.
¿¡A cuántos poetas tocamos cada lector!? Hay tantos con la necesidad de decir y
tan pocos con el interés de escuchar. Multitud de voces ordenadas
alfabéticamente. ¿Para qué añadir una más? ¿No es mejor el callar sereno y
transparente?
20,30 Recojo
poemas viejos: jarchas, coplas, villancicos, romances, endecasílabos, liras,
glosas, odas, sextinas, tercetos, octavas reales, sonetos, estrofas de pie
quebrado, … toda la poesía que le sobra al valor cambiante de los tiempos.
20,35 Vuelvo
de nuevo a continuar la lectura. Hace calor y es otoño.