martes, 14 de julio de 2015

JOSÉ MARÍA VALVERDE; “VIENA FIN DEL IMPERIO”.

Monarquía de águila bicéfala que tiene en común la cabeza: el Emperador y tres ministerios: exteriores, finanzas y guerra. Historia de complejo esplendor. Ilustración del siglo XVIII, la gran Viena de las fachadas entre el barroco y el rococó, la de Mozart y Haydn. Arquitectura grandilocuente, decoración recargada, lujosa y evasiva, envoltorio ornamental de pastel. Vastos edificios oficiales comparten con los palacios privados la gloria monumental y orgullosa, bordeando las anchísimas avenidas trazadas siguiendo la idea de Haussmann en París, dimensiones convenientes a efectos de orden público, con espacio donde se pudieran mover rápidamente las fuerzas militares y ametrallar a las multitudes en caso de levantamiento popular. Lujo inaudito en el centro de la ciudad y pobreza en los barrios que la circundan, habitados por gentes humildes, trabajadoras, obreros que en muchos casos no podían alquilar más que el uso de una cama dentro de un apartamento de una sola habitación compartida por diez personas con grifos y retretes en el pasillo exterior común a varios inquilinos, los alquileres seguían la ley del mercado llevándose por término medio la cuarta parte de los ingresos obtenidos en una jornada laboral de doce a catorce horas, sin más descanso que el domingo y sin vacaciones ni permisos; una enfermedad solía significar el despido. Hasta 1885 no se legisló la jornada de diez horas, el descanso dominical y la prohibición del trabajo a los menores de diez años, y tres años más tarde, en 1888, se inician las leyes del seguro de enfermedad y accidentes. Contrastes soslayados en el tecnicolor de una ciudad donde en 1869 el economista Eduard Herrmann inventó las tarjetas postales, convirtiéndose en campo de trabajo predilecto de artistas como Oskar Kokoschka que inició su carrera en ese medio de expresión. Cromatismo mentiroso que oculta los claroscuros de una casa real bajo el signo trágico de la historia.

En 1848 asume la corona real su “Majestad Apostólica” Francisco José, rígido, conservador fundamentalista (hasta su muerte impidió que en palacio hubiera luz eléctrica, ni máquinas de escribir, ni teléfono, ni wáter-closet, ni le gustaba viajar en tren y mucho menos en automóvil), celoso guardián de la grandeza de los Habsburgo, siempre vestido con uniforme militar, trabajaba diez horas al día lo que dificulta su escasa vida conyugal con la mediática y afamado rostro del imperio, Elisabeth “Sissi”, liberal e ilustrada, lectora entusiasta de Heine, asidua turista clase VIP, dedicada a visitar manicomios, fue víctima del puñal de un solitario anarquista italiano; completa el trío, Rodolfo, hermano del emperador, inconformista, vividor, suicida psicótico cobarde, se quita la vida después de asesinar a su amante. Le sobra música de fondo a este dramón familiar, porque si el corazón de Viena es el teatro, pasarela de vanidades, donde se va a ver y ser visto (los actores son figuras populares, reconocidos y saludados por la calle); la música es el espíritu, el alma, el consuelo de la sociedad vienesa. Que la Exposición Universal es un exceso ruinoso, el consuelo es la música, que se hunde la bolsa, el consuelo es la música, que poco después una epidemia de cólera se lleva a tres mil paisanos, el consuelo es la música; Strauss (hijo) estrena la opereta “El murciélago” cuyo famoso vals quedará como un clásico del género después de consolar los ánimos vieneses. Los nuevos grandes salones, producto de las ambiciones arquitectónicas, contribuyen a la apoteosis del vals que Lanner y Strauss (padre) habían impulsado. El vals era la adaptación de un baile popular (el ländler), elegante, alegre, con giros embriagadores, festivo; el vals no era un baile que favoreciera la conversación, ni el flirteo, así que los caballeros de buena cuna, cuando salían de bailar en los salones elegantes, continuaban la marcha por los bailes populares, el llamado de “las lavanderas”. Este hecho nos acerca al tema sórdido de la “süsses mädl” la muchacha de suburbio, equivalente a la grisette parisina, que se prostituía, a veces en el tiempo libre de su trabajo, para ganarse la vida. En las familias distinguidas , a menudo, se evitaban los peligros del contagio venéreo, procurando al joven de la casa las atenciones de una criada reservada para él.  Todo muy ordenado, pulcro e hipócrita.

En el contexto de las grandes revoluciones (científicas, políticas, estéticas) de los primeros 25 o 30 años del siglo XX, a Viena le estuvo reservada la punta más audaz de la revolución musical que parte de Wagner, se desarrolla en Mahler y madura en Schönberg. Gustav Mahler, respetado gran director de orquesta, por su estilo novedoso y su condición de judío encontró dificultades para ser aceptado como compositor; hombre de preocupaciones transcendentales, escandalizado por la frivolidad general, supone el comienzo del viraje de la música. Arnold Schönberg, inicialmente autodidacta (empezó a estudiar música a los 21 años), supone la novedad radical, la renovación estética, “una gradual expansión del conocimiento acerca de la verdad de la naturaleza del arte”, aplicada también a las letras y a la pintura. Nombres a los que se suman otros en cualquier otra disciplina de la creación o del pensamiento, hasta conformar los pilares de un florido templo de la cultura europea. Apellidos que suenan a intensidad lírica, refinamiento intelectual, derroche de saberes, devociones pedagógicas, originalidad creativa: Klimt, Schiele, Loos, Hoffmann, Moser, Freud, Weininger, Adler, Schnitzler, Mach, Kraus, Trakl, Wittgenstein, Broch, Roth, etc., en cualquier diccionario enciclopédico encontraremos citadas sus biografías. Si queremos entender la aventura espiritual en aquella Viena fin de siglo, debemos señalar lo que hubo en común entre los más rigurosos científicos y filósofos y los más delicados líricos, ésto era la obsesión por el lenguaje mismo, desde el análisis del pensamiento en sus estructuras lingüísticas, hasta una coloquial conversación de café, hecho de mayor contenido que apariencia. En los cafés fluía la vida intelectual vienesa, en ellos abundaban los periódicos nacionales y extranjeros, a menudo había diccionarios para despejar dudas y en algún caso plumas, tintero y papel secante, había tableros de ajedrez y billares al fondo; en ellos se hablaba de literatura, de arte, de filosofía, de la vida teatral y musical; ser admirado allí por los demás escritores era más importante que publicar. El café era un espacio físico donde los vieneses se entretenían con enriquecedoras actividades abstractas.

El espectáculo cultural de la Viena fin del Imperio brilla en la memoria común. Ciencia, pensamiento, letras, música, pintura, arquitectura, son logros en los que sin duda había elementos de evasión y de búsqueda de consuelo ante la decadencia de un imperio que pervive como “segundo violín” al lado del alemán. Un austríaco, Hitler acabaría de liquidar los restos del imperio austrohúngaro incorporando sus ruinas al Tercer Reich.