Inshallah, destino. ¿Y si lejos de expresar esperanza,
buenos auspicios, confianza en la misericordia divina o sumisión, resignación y
renuncia a sí mismo, significara el triunfo de la vida? ¿Y si la vida
absorbiera la energía de quien la combate y se alimentara de ella, si fuese la
vida quien se comiera a la muerte? La vida es el caos y no la muerte. El guión
está escrito, fortuna o infortunio, entrañan turbiedad, inquietud, ambigüedad,
reflejan enteramente la accidentalidad, la inexplicabilidad de la vida, el misterio
por el que en circunstancias idénticas los amigos se vuelven enemigos, los
hermanos matan a los hermanos, unos vencen otros pierden, unos se salvan y
otros mueren, unos son proyectados por el hongo de la explosión de un coche
bomba, llevados al cielo y escupidos otra vez a la tierra y otros buscan bajo
los escombros, entre tufo a carne carbonizada, restos humanos sepultados.
Beirut, la llamada Suiza de Oriente Medio, hubo un
tiempo en el que fue una de las ciudades más cómodas y agradables de nuestro
planeta, para vivir y para morir de vejez o enfermedad. Beirut, pasado feliz,
presente desesperado, futuro incierto. Beirut, donde un niño de ocho años ya no
es un niño, es un hombre acostumbrado a matar. Escombros y escombros, cadáveres
y cadáveres. Beirut, cuartel de las Fuerzas Multinacionales, miedo, inseguridad
y ¿qué hago yo aquí? Para hacerse un hombre de verdad hay que ir al ejército.
Quería conocer la guerra vista en el cine, en la televisión, te engatusa el
uniforme y el sueldo con el que te pagan un trabajo que no es trabajo, sino
juego. Déjate de hipocresías; es divertido desfilar, disparar el fusil, simular
que se está haciendo la guerra. Cuentos, nada más que cuentos, que le habían hecho
tragar como un gilipollas, para traerle a pasarlas putas al Líbano; que si iba
a ser una noble empresa, una experiencia de la que sentirse orgulloso, que si
los habitantes de la ciudad lo acogerían con los brazos abiertos, que si
aquella pobre gente necesitaba ayuda. Antes de venir a Beirut esta ciudad era
para él un puntito en el mapa, ni siquiera sabía que los palestinos vivían allí
y no en Palestina. Todos creían en un dios diferente y con la disculpa de ese
dios diferente se degollaban como a cerdos. En medio de la ciudad de la guerra,
están ellos, las tropas internacionales, carentes de un mando conjunto, cada
contingente funciona a la buena de dios, cubriéndose sus propias espaldas, sin
discutir, obedeciendo órdenes, exhibiendo el desprecio al peligro, cumpliendo
con su oficio y se acabó, intentando sobrevivir, midiendo el tiempo por
latidos, no cuentan las horas, no cuentan los días, cuenta la próxima respiración,
mientras intentan poner un poco de paz, hacer valer que no es cierto que el fin
justifique los medios, si los medios son sucios hasta el fin más noble se
vuelve sucio, ningún asesino es un mártir, ni entrará en el jardín del paraíso;
a dios no se le defiende con un kalashnikov.
La guerra es un espectáculo cruel, un cáncer que se come
el corazón, una lepra que pudre el alma, el más extraordinario banco de pruebas
del destino, descubre lo que la persona es capaz de hacer en el momento
extremo, cosas que en la paz no haría nunca. ¡Maldita guerra! Dolor, sufrimiento,
sufrimiento y miedo. Disparos, muchos disparos, retumbar de bombas y morteros.
Matar y matar, en la guerra no se hace otra cosa que matar. Morir y matar,
matar y morir. Es fácil matar, tan fácil como morir, basta con apretar un
gatillo. En la guerra, la muerte es como una amiga, como una hermana, como una
madre que ofrece reposo. “Fuck
the war”, “fuck the war”, ¡a la mierda la guerra!
Realidad inventada, reinventada, hasta hacerse realidad,
como un círculo cerrado, como una serpiente que se muerde la cola. Más de medio
centenar de historias o de tragedias, debería decir. Sí, también hay esperanza,
amor y una pizca de felicidad, pero el desgarro lo envuelve todo, acapara el
escenario, a todos los convierte en víctimas. Entre los escombros de una casa
derrumbada por las bombas, nace una bellísima higuera; símbolo mismo de una
humanidad desdichada e infeliz, que cuanto más desdichada e infeliz es más
necesidad tiene de dar y recibir amor. El hombre comprende que pese a su perfidia
y su estupidez es la verdad la medida de todo, en cualquier caso, es la única
balanza que tenemos para pesar la vida, la única referencia que tenemos para
intentar explicarla.
Fallaci quiso escribir una gran novela, posiblemente la
obra literaria más importante de su vida, y méritos no le faltan. Le pesa el
exceso.