Para él, como para el resto del mundo, era una noche
como las otras, una noche de invierno. Estaba en el andén, bajo el cierzo, con
el banderín rojo en la mano. El tren se alejó tragado de inmediato por la
niebla acuosa; al igual que hizo ella a los cuatro años justos de su matrimonio
dejándole tirado. “Algún día les enseñaré…” in mente o entre dientes se repetía
una y otra vez aquella frase, especialmente en noches como esa, es decir, todas
las noches desde hacía no se sabe cuántos años, quizás el pensamiento nació ya
en los pupitres del colegio. Nunca se sabe, la ocasión se presenta sin querer,
lo que supone un golpe de fortuna para unos puede venir de la desgracia de
otros. ¿Cómo hubiese podido adivinar que su vida, la suya propia, iba a quedar
trastocada por ver un negro en el ómnibus y luego caminando por la carretera en
dirección al pueblo?, ¿cómo podía imaginar que lo que venía anunciando desde
hacía tanto tiempo, desde que tenía uso de razón, estaba a punto de hacerse
realidad?
Suena el teléfono en la gendarmería: ¡Bonjour!, acabo de encontrar un fiambre en mi campo, cerca de la vía del tren. Se mueven con toda la premura que se pueden dar unos policías de pueblo ante un hecho extraordinario. El cadáver con el cráneo hundido en dos sitios y múltiples golpes por todo el cuerpo, permanece en una postura chocante, junto a una maleta abierta, unas zapatillas deportivas y un reguero de ropa esparcida por el suelo. Aquí está su cartera con más de treinta mil francos dentro, pero sin un documento de identidad, ni el menor trozo de papel que nos indique quién es. ¿Puede que se haya caído del tren?, ciertos indicios parecen indicar que no. Algún sitio se dirigía, ¿adónde? Nunca dejan de interrogar a los comerciantes, a los hosteleros, al cura, al notario, a cualquiera y se olvidan del que sabe muchas veces más que nadie, el cartero. Sería raro que en una pequeña población las noticias no se difundieran con rapidez, por el contrario la mayoría de la gente de campo se deleita con todas aquellas habladurías y cotilleos. ¿Qué piensas tú de esa historia? Qué quieres que piense, allí abajo, tan solo en mi estación. ¿No has oído nada? La culpa la tienen todos; si alguna vez le hubiesen mostrado alguna consideración, espiaba las miradas buscando un sentido oculto a las frases más inocentes, estaba persuadido de que todo el mundo le tomaba por un pelagatos, que le despreciaban; érale indiferente que se burlaran de él o que le mirasen compasivamente, lo aceptaba de antemano. Pasaban los días de la existencia con su rumbo regular, allí abajo, entre la estación y el hotel, el vino copa a copa se le subía a la cabeza y hacia el anochecer sus gestos se trocaban más categóricos y más torpes a la vez, y miraba a la gente por encima del hombro. A él nadie había tenido nunca nada que enseñarle. Había visto al negro, no se lo había dicho a los gendarmes, no se lo diría a nadie. Con los ojos chispeantes, como si las palabras tuvieran un sentido profundo; “algún día les enseñaré…”
En el inmenso océano que es la obra literaria de Simenon, aparecen pequeñas olas que por su calidad no deberían pasar desapercibidas, ésta es una de esas olas.
Suena el teléfono en la gendarmería: ¡Bonjour!, acabo de encontrar un fiambre en mi campo, cerca de la vía del tren. Se mueven con toda la premura que se pueden dar unos policías de pueblo ante un hecho extraordinario. El cadáver con el cráneo hundido en dos sitios y múltiples golpes por todo el cuerpo, permanece en una postura chocante, junto a una maleta abierta, unas zapatillas deportivas y un reguero de ropa esparcida por el suelo. Aquí está su cartera con más de treinta mil francos dentro, pero sin un documento de identidad, ni el menor trozo de papel que nos indique quién es. ¿Puede que se haya caído del tren?, ciertos indicios parecen indicar que no. Algún sitio se dirigía, ¿adónde? Nunca dejan de interrogar a los comerciantes, a los hosteleros, al cura, al notario, a cualquiera y se olvidan del que sabe muchas veces más que nadie, el cartero. Sería raro que en una pequeña población las noticias no se difundieran con rapidez, por el contrario la mayoría de la gente de campo se deleita con todas aquellas habladurías y cotilleos. ¿Qué piensas tú de esa historia? Qué quieres que piense, allí abajo, tan solo en mi estación. ¿No has oído nada? La culpa la tienen todos; si alguna vez le hubiesen mostrado alguna consideración, espiaba las miradas buscando un sentido oculto a las frases más inocentes, estaba persuadido de que todo el mundo le tomaba por un pelagatos, que le despreciaban; érale indiferente que se burlaran de él o que le mirasen compasivamente, lo aceptaba de antemano. Pasaban los días de la existencia con su rumbo regular, allí abajo, entre la estación y el hotel, el vino copa a copa se le subía a la cabeza y hacia el anochecer sus gestos se trocaban más categóricos y más torpes a la vez, y miraba a la gente por encima del hombro. A él nadie había tenido nunca nada que enseñarle. Había visto al negro, no se lo había dicho a los gendarmes, no se lo diría a nadie. Con los ojos chispeantes, como si las palabras tuvieran un sentido profundo; “algún día les enseñaré…”
En el inmenso océano que es la obra literaria de Simenon, aparecen pequeñas olas que por su calidad no deberían pasar desapercibidas, ésta es una de esas olas.