jueves, 2 de octubre de 2014

PARK JE-CHUN; “LA CANCIÓN DEL DRAGÓN Y OTROS POEMAS”.

El sueño se olvida del sueño, de los sueños, contempla por primera vez la belleza de una flor silvestre escondida en un recóndito lugar, esperar hasta la eternidad representando su papel, convertido en montaña o en río, en sol o en luna. Ese es el sueño, olvidarse de soñar; ser pájaro colgado en el vacío del cielo que aparece cuando la nieve bautiza las calles del pueblo natal. Los copos caen sobre las gafas de bambú y el gorro de lana del hombre de nieve, padre dragón, espíritu omnipotente de cuyo nombre nacen todas las cosas (los treinta nombres diferentes de los vientos) y al nombrarlas deja de ser, en su ausencia se muestra el misterio. Bellas palabras inútiles transformadas en nieve se derriten por las lágrimas ardientes, se convierten en lluvia que calienta el corazón. El torrente fluye bajo las raíces de la primavera, alimenta el canto de las hojas de arce, lava cuidadosamente la herida del pasado, atraviesa espacios de piedras enemigas y se extiende desnudo jugando a ser un fantasma. Somos agua, sonido de agua que apaga el fuego de la media noche, diluimos en el agua las huellas de cuantos segundos dura una vida. Desde que se nace somos aliento de la tierra, habitantes en el interior de unos y de otros, arrastrando a tientas la soledad de los días, sanamos el alma dolorida paseando por el jardín del templo, vagando por los recuerdos hermosos, leyendo poemas tendidos sobre la hierba con las alas abiertas. Guardamos el brillo oculto de la nostalgia en un rincón del corazón. Según amanezca el día, nos ponemos la máscara cada mañana despojada de la humana piel, de la carne, de las vísceras de la esperanza. 

Mil años pasan, el cielo y la tierra cierran los ojos, cambian los rostros, las personas y los sentimientos; cambian las relaciones (el amigo de la infancia ya no es amigo, sólo lo es cuando se abraza la memoria); se endurece la sangre, adelgaza la carne y se deterioran los huesos, el cuerpo es el féretro, un ataúd que arrastramos a cuestas sin la fuerza suficiente para iluminar los sentimientos del universo. Abandonamos la vulgaridad de la vida, viajamos al país del cielo blanco, nos ofrecemos a las tinieblas que esperan el amanecer. La muerte nos convierte en invisible, el alma es el hombre invisible que vaga por el mundo sin dejar huella en los caminos nevados. No somos ya capaces de encontrar nuestra sepultura, para qué buscarla, el tiempo la borra de la memoria como a nosotros mismos. 

Cada persona tiene una estrella que sólo la atrapa cuando muere, la poesía puede ser un puente para vivir en la otra estrella; aquélla que el destino niega. Ser poeta es ser un amante, amante de todo y del todo, amar lo que hay en el cielo y lo que hay en la tierra, despojarse del alma y del cuerpo, mimetizarse con la naturaleza, con las rocas, con los árboles, con las montañas, con el agua, con los pájaros y cumplir el deseo de volar y vivir a sus anchas, en libertad; ser amigo de los ríos y de las montañas, ignorando la avaricia del hombre; ser amigo de los rayos del sol y de los peces, de la luz de la luna, de las hormigas y de los insectos, sonreír incluso a los miserables que pretenden el daño. Vivir es soñar, trasplantar con entusiasmo y sinceridad el sueño a la realidad. No nos queda nada más que vivir y soñar.