Tiempos apacibles, lugares apacibles. La campiña inglesa, exuberante felicidad, exceso ostentoso de bondad bobalicona, cordialidad, franqueza, afectuosidad; virtudes justas expresadas desde la superficialidad más simplona o la inocencia menos inteligente, sin reparar en sus consecuencias. La educación condiciona el carácter y el comportamiento. El educador se vuelca en un desproporcionado cariño, sin medida crítica ni comedimiento normativo, permitiendo caprichos, malcriando. El educando se convierte en dueño y señor, un dios tirano que adopta una posición dominante y muestra una conducta altanera y despótica; se invierten los roles, el grumete se convierte en patrón. Así es y así debería haber sido, si no fuera porque la naturaleza es caprichosa, milagrera, inesperada, devuelve inoportuna la esperanza; nace el nuevo príncipe. No se comprende el desplazamiento repentino del centro de atención, el protagonista queda relegado a personaje secundario. Desorientación, miradas de súplica, de apremio, de necesidad de auxilio; en la desesperación solitaria nos acercamos a los seres que una vez tuvieron con nosotros un guiño, una caricia, empleamos trucos para llamar su atención que no funcionan. El mundo ordenado, dichoso en sus máscaras, de pastel de cumpleaños, revela sus manchas oscuras, sus zonas negras. No es instinto, son sentimientos. El cariño se transforma en estupor, el estupor en incomprensión, la incomprensión en rencor, el rencor en avidez de venganza y la venganza en tragedia. Vale preguntarse ¿quién o qué la provocó?
Novela corta, que no cuento largo, prodigiosa en lo liviano, intensa, emotiva y compleja, pulida de excesos innecesarios que lastren la profundidad de la historia; solaz que difícilmente no complazca a todos los gustos lectores, incluso aquéllos que presumen de paladar exquisito (deja en evidencia a los críticos que condenaron a su autor al ostracismo considerándole “un estilista para peatones”).
Leemos, envueltos en su intriga de lirismo melodramático, intuyendo el desenlace, deseando que no ocurra así, que no se haga posible. Leemos enganchados a la trama, estremecidos con la esperanza de que el presentimiento sea erróneo, una falsa alarma funesta. Si ocurre o no, lo sabremos cuando se cierre la última página de esta pequeña lección estética y narrativa, sencilla y clara, metáfora de la forja del alma humana.
Novela corta, que no cuento largo, prodigiosa en lo liviano, intensa, emotiva y compleja, pulida de excesos innecesarios que lastren la profundidad de la historia; solaz que difícilmente no complazca a todos los gustos lectores, incluso aquéllos que presumen de paladar exquisito (deja en evidencia a los críticos que condenaron a su autor al ostracismo considerándole “un estilista para peatones”).
Leemos, envueltos en su intriga de lirismo melodramático, intuyendo el desenlace, deseando que no ocurra así, que no se haga posible. Leemos enganchados a la trama, estremecidos con la esperanza de que el presentimiento sea erróneo, una falsa alarma funesta. Si ocurre o no, lo sabremos cuando se cierre la última página de esta pequeña lección estética y narrativa, sencilla y clara, metáfora de la forja del alma humana.