Chesney Henry, llamado
Chet, el “Prince of Cool” (título nobiliario que otorga nombre a un
recopilatorio de tres discos que contienen las mejores grabaciones realizadas
para Pacific Jazz entre los años 1952-1957), se cría en una granja rodeado de
vacas, primos, primas y un silo de heno donde jugar al escondite; mientras sus
padres trabajan crece al cuidado de su tía, asiste a la escuela primaria, saca
buenas notas en todas las asignaturas hasta el primer año de instituto, época
de mudanzas adolescentes, llega el tedio, el desencanto, la galbana, mejor
pasarse el día entero tumbado en la playa que aguantar el rollazo de las
clases. Cansado de contemplar tantos cuerpos hermosos en bañador pavoneándose a
la orilla del mar, se alista en las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos, sólo
tiene dieciséis años. Largas semanas en un campamento de adiestramiento de la
infantería terrestre y orden de embarcarse rumbo al teatro de operaciones en
Europa. Berlín es su destino, ciudad en ruinas, sus edificios, sus calles, sus
piedras son objeto de venganza de las divisiones acorazadas rusas. Misión
oficial, mecanógrafo en las oficinas del Gobierno Militar del Sector Americano;
misión extraoficial, comerciante en el mercado negro, vende cámaras
fotográficas, jabón, chocolate, cigarrillos y otros artículos que la realidad posbélica
transforma en moneda corriente; cuando los trabajos y los negocietes se lo
permiten juega a los bolos, a las cartas, al ping pong o distrae las horas
navegando lago arriba lago abajo en compañía de una radio portátil en la que
suenan a todo volumen Stan Kenton y Dizzy Gillespie. No es mala vida para los
tiempos que corren, pero desearía realizar alguna actividad que le satisficiera
más. La Banda del 28º Ejército solicita trompetista; por tantear nada se
pierde. Chet comenzó tocando el trombón, sin embargo, como era bajito para su
edad (le costaba alcanzar las posiciones inferiores y la boquilla le calzaba
demasiado grande) hubo cambio de instrumento por otro que se ajustara mejor a
su tamaño: la trompeta. La enseñanza debió de ser fructífera o bien la milicia
andaba soplada de trompetistas, porque el dictamen de traslado se cursó in situ
tras oírle tocar unos minutos. Siempre había pecado de obtuso para leer
partituras, como depende por completo de la finura de su aparato auditivo,
aprende a interpretar todas las marchas de oído, labor que no es moco de pavo. Uniformado,
el deber llama a honrar actos castrenses y recibir al pie de escalerilla de los
aeroplanos a prebostes de la política, del alto mando o del gobierno, expuesto
a la intemperie en invierno se congelan las válvulas, los dedos y las notas
salen bajo cero. Un ataque agudo de apendicitis le devuelve al hogar con la
licencia definitiva doblada en la mochila.
Bienvenido a la vida civil,
Chet se matricula en un colegio universitario, su principal materia de estudio
es la música, detrás la literatura inglesa. Aprende a tocar con sencillez, a no
liarse demasiado con la trompeta; “la mayoría del público se deja impresionar
sólo por tres cosas: la rapidez con que toques, los agudos que consigas, la
fuerza y el volumen que saques al instrumento”, a él todo esto le resbala e
incomoda, le resulta un tanto exasperante. En Los Ángeles city logra estar
presente en muchas sesiones jazzísticas, algunas de las mejores y más
exclusivas de la época, son en esas reuniones donde empieza a escribir su
biografía donjuanesca, conoce una lista interminable de señoritas deliciosas,
una de las jóvenes queda embarazada pero sin futuro no puede haber niño. La
maría también pasaba por allí, confiesa que le chifla la maría; empieza a
probar de vez en cuando la heroína, confiesa que le chifla la heroína. De liar porros
a engancharse al caballo, el viacrucis es el mismo que han recorrido otros
artistas. Abandona el colegio universitario no sin antes aguantar la tópica
anécdota, un profesor de música vaticina que nunca conseguirá ganarse la vida
como músico, ¿bueno y qué? Carente de medios económicos y trabajo, decide
ganarse el pan reenganchándose en la banda del Sexto Ejército con base en la
ciudad de San Francisco, el compromiso es por tres años, largo lo fiais, aguanta
unos sesenta días mal contados; por mucho que lo intenta no puede soportarlo y
se ausenta sin permiso; “la frontera de México sólo estaba a cincuenta
kilómetros de Fort Huachuca, y la marihuana no costaba más de treinta dólares
el kilo”. Arrestado por la policía militar sus huesos dan en chirona, evaluado
en la enfermería se descarta la posibilidad de enviarle a la zona de custodia
del ala neuropsiquiátrica, directamente le expiden la baja declarándole: “no
acto para el servicio”. Sale de la disciplina del ejército por una puerta, entra
en la locura del jazz por la otra. Llega, ve, vence; se presenta a una audición
del grupo de Charlie Parker; sopla la trompeta y es contratado para la gira en
curso. Bird es un instrumentista monumental, extraordinario y aunque se mete
mierda a cucharadas y bebe cerveza por barriles, parece que todo aquello no le
produce ningún efecto, con él es imposible pasar un solo instante de
aburrimiento; ¿se puede pedir más?, tocar al lado de un genio y al mismo tiempo
divertirse. ¡Que continúe la fiesta!, graba varios álbumes para Pacific Jazz,
cuartetos, sextetos, octetos, sólo instrumentales, con vocalista, etc; realiza
el viejo circuito de los clubes de jazz por todos los Estados Unidos, actúa en
una película; le trincan por ligar algo de mierda, pasa cuatro días terroríficos
en la cárcel, ingresa en el Hospital Federal durante otros tres días donde le
mantienen a base de metadona; compra un Jaguar descapotable a un tío que
necesitaba guita urgente (su forma de conducir desaconseja ser su copiloto);
continua grabando en Los Ángeles; se casa y nace su hijo en San Francisco;
vuelve a detenerle la policía, esta vez acusado de traficante de drogas,
condenado a seis meses, pasa diez días en la enfermería y el resto de la pena
en prisión junto al común de los reclusos, realiza trabajo social dando clases
de música, consume las horas enteras en el gimnasio ensayando o jugando al
baloncesto; lo pasa mal con la abstinencia. Está hecho polvo, empieza a tener
serios problemas para chutarse, las venas le desaparecen de los brazos, la piel
se congestiona, come poco y sufre terribles espasmos; decide meterse algún
tiempo en la nevera, limpiarse a fondo y dejar que el sol haga efecto sobre su
cuerpo; se recluye en una clínica. Lee todas las noches devorando libros a la
luz de una pequeña bombilla, ensaya con la trompeta un par de horas al día,
escribe y compone canciones; las hojas del calendario pasan deprisa, sale de su
internamiento antes de lo previsto, en la puerta le están esperando los
camellos para preguntarle qué cantidad de cocaína y heroína necesita.
Chet viaja a Europa,
Inglaterra, Italia, Suiza, Alemania, España, arrestos, deportaciones,
expulsiones, en Francia le roban la trompeta (no es la primera vez, en un club
de Nápoles le sucedió lo mismo), un trompetista francés le regala su
flügelhorn, un viejo Selmer de fabricación gala; disfruta con el sonido de ese
trasto tanto que conserva el instrumento durante cinco años, usándolo en todos
los discos que graba de 1964 a 1965. Intenta el sueño de tener su propio club y
vive la pesadilla de hundirse por culpa de las drogas.
Recuerdos, puntos de vista,
historias intimistas que Chet Baker nos cuenta con su propia voz: “Había oído
Birth of the cool de Miles, cuando salió en el 48. Todavía hoy en día, casi
treinta años después, suelo escucharlo con frecuencia.” Un relato inacabado de
especial importancia para él y para quien desee conocerlo.