Tecleas su nombre en los motores de búsqueda de internet y se abre un universo plurilingüístico de referencias e información. Del ínclito Sherlock Holmes se ha dicho mucho y más: es un mito, sin duda, un icono, sin duda, una leyenda, sin duda, un arquetipo, sin duda, el personaje de ficción que bien parece haber adquirido la condición de realidad inmortal habitando entre nosotros. Conocidas son sus manías, gustos, hobbies, conocimientos, adicciones y excentricidades. Los 56 relatos y 4 novelas que forman el canon original holmesiano (narradas en su mayoría por el cronista, amigo y asistente Dr. Watson) han inspirado obras de teatro (en este género se forjó la estampa popular del personaje: gorro cazador, capa de inverness y pipa de fumar), películas de cinematógrafo, dramatizaciones radiofónicas, series de televisión, cien y un pastiche e historietas de tebeos como en el caso que nos ocupa.
Cumpliéndose los designios de unas cartas amenazadoras, la explosión de un almacén ilumina la noche húmeda y fría. Interviene el Servicio de Inteligencia para encontrar a los culpables de las coacciones y de las bombas; aunque la experiencia dicte que los sospechosos probables son los menos posibles, se señala como autores de los hechos a los grupos terroristas anarquistas o irlandeses, vamos lo que se tiene más a mano y se vende mejor a la opinión publicada. A los de Scotland Yard trabajo no les va a faltar, porque a los sucesos anteriormente referidos se unen dos robos: el hurto de unas valiosas joyas en la mansión de un miembro del parlamento y la sustracción de unos documentos en un laboratorio del gobierno, y además el intento de asesinato de un compadre de la casa real alemana. Episodios enigmáticos, piezas de un rompecabezas que desafían las afiladas dotes detectivescas de Sherlock Holmes, si no fuera porque el buen hombre se encuentra desconcertado como nunca antes lo había estado ni cabe en el imaginario de su personalidad; el motivo: una habitación cerrada por dentro, unos papeles quemados, una pistola recién disparada sostenida en su mano y yaciendo en la cama una víctima mortal con un balazo en el estómago. Las pruebas son claras, notorias, concisas, indican la culpabilidad sin lugar a dudas. Bajo la luz de las farolas difuminada por la lluvia sale el cadáver en camilla camino de la morgue y Holmes esposado y detenido camino de la cárcel. El detective más famoso del mundo acusado de asesinato, los tabloides ventean la carnaza, se dice que los documentos incinerados pertenecían a un dossier propiedad del difunto, en ellos quedaba demostrado que Holmes y Moriarty son dos caras de la misma moneda, vamos que Holmes es Moriarty y Moriarty es Holmes. Ante los ojos de la ley la hipótesis no suena tan descabellada. Algo huele a podrido que apesta. El eximio inquilino del 221B de Baker Street va a necesitar todas sus habilidades intelectuales, dotes de observación y capacidad deductiva para, sin ayuda de nadie, averiguar la verdad, llevar la defensa de su propia persona en el juicio y limpiar su reputación.
“No existe una combinación de sucesos que la inteligencia de un hombre no sea capaz de explicar”, (Sherlock Holmes).
Cumpliéndose los designios de unas cartas amenazadoras, la explosión de un almacén ilumina la noche húmeda y fría. Interviene el Servicio de Inteligencia para encontrar a los culpables de las coacciones y de las bombas; aunque la experiencia dicte que los sospechosos probables son los menos posibles, se señala como autores de los hechos a los grupos terroristas anarquistas o irlandeses, vamos lo que se tiene más a mano y se vende mejor a la opinión publicada. A los de Scotland Yard trabajo no les va a faltar, porque a los sucesos anteriormente referidos se unen dos robos: el hurto de unas valiosas joyas en la mansión de un miembro del parlamento y la sustracción de unos documentos en un laboratorio del gobierno, y además el intento de asesinato de un compadre de la casa real alemana. Episodios enigmáticos, piezas de un rompecabezas que desafían las afiladas dotes detectivescas de Sherlock Holmes, si no fuera porque el buen hombre se encuentra desconcertado como nunca antes lo había estado ni cabe en el imaginario de su personalidad; el motivo: una habitación cerrada por dentro, unos papeles quemados, una pistola recién disparada sostenida en su mano y yaciendo en la cama una víctima mortal con un balazo en el estómago. Las pruebas son claras, notorias, concisas, indican la culpabilidad sin lugar a dudas. Bajo la luz de las farolas difuminada por la lluvia sale el cadáver en camilla camino de la morgue y Holmes esposado y detenido camino de la cárcel. El detective más famoso del mundo acusado de asesinato, los tabloides ventean la carnaza, se dice que los documentos incinerados pertenecían a un dossier propiedad del difunto, en ellos quedaba demostrado que Holmes y Moriarty son dos caras de la misma moneda, vamos que Holmes es Moriarty y Moriarty es Holmes. Ante los ojos de la ley la hipótesis no suena tan descabellada. Algo huele a podrido que apesta. El eximio inquilino del 221B de Baker Street va a necesitar todas sus habilidades intelectuales, dotes de observación y capacidad deductiva para, sin ayuda de nadie, averiguar la verdad, llevar la defensa de su propia persona en el juicio y limpiar su reputación.
“No existe una combinación de sucesos que la inteligencia de un hombre no sea capaz de explicar”, (Sherlock Holmes).