Nacemos y morimos en el declinar de un atardecer fantasmal lleno de vida. La luz desabrida amasa la verdad transparente de los cuerpos, la irrealidad de lo real. El sonido fugitivo de un sueño ausente, despojado de adjetivos que esterilicen el dolor (lo negro y lo blanco corren vivos y ligeros, lo rojo y lo verde caminan telúricos y mortales). Saludar el silencio con un leve mover de cabeza. Acoger con gesto desenvuelto el misterio desnudo, ser todo ojos y oídos, mirando y escuchando; ver, oír, hablar, cambiar el sentido de una frase si fuera menester, repetir según interesa al ritmo, insistir en los rostros pétreos, agrietados como la tierra; imágenes donde se refugia la pesadumbre sin máscara. Respirar sosegado, manteniendo en las raíces y ramas de las manos el libro abierto de la memoria, objeto imprescindible, salvoconducto para continuar envejeciendo, para saberse existido y acarrear circunspecto con el peso de la vida.
Se acumulan recuerdos de la niñez que se manifiestan en el paisaje, más presentes que en el propio presente, cerros, páramos, valles, lugares agrestes donde la lentitud obliga a los pasos, excursiones a la quietud de una cueva, al lecho seco de un río; respirar el aire limpio, aliviar el peso del cuerpo, buscar referentes de la verdad sencilla, honrada y densa; patios vacíos, losas gastadas, paredes de adobe, establos pútridos, monasterios en ruinas, flores de almendro, chopos desnudos, bosques de encinas, cepas podadas, huertos consumidos, malas cosechas, campos de quejidos, barro, estiércol, guijarros, mugidos, partos, voces de niños, mujeres olvidadas que aguantan el paso del tiempo y sus dolores, permanecen para contar ellas la historia, hombres campesinos y obreros apariciones del pasado, surgidos de las sombras como ángeles dolientes para imponerse a la adversidad. Diálogos, canciones y cuadros cotidianos quedan adheridos a la condición lógica del ser, ocupan los huecos del corazón. Se siente y se ve, se toca y se huele, se oye y se masca la hermosura del mundo. Somos lo que decimos y lo que hacemos, somos lo que sentimos y pensamos, somos lo que recordamos. Estampas efímeras que nunca vuelven, de las que ni siquiera se está seguro que alguna vez fueron. Miradas de añoranza de quien ya no está, de lo que ya no está, de lo que muere en cuerpo y alma.
La vida aniquila como un camino que abruptamente termina en el abismo.
Se acumulan recuerdos de la niñez que se manifiestan en el paisaje, más presentes que en el propio presente, cerros, páramos, valles, lugares agrestes donde la lentitud obliga a los pasos, excursiones a la quietud de una cueva, al lecho seco de un río; respirar el aire limpio, aliviar el peso del cuerpo, buscar referentes de la verdad sencilla, honrada y densa; patios vacíos, losas gastadas, paredes de adobe, establos pútridos, monasterios en ruinas, flores de almendro, chopos desnudos, bosques de encinas, cepas podadas, huertos consumidos, malas cosechas, campos de quejidos, barro, estiércol, guijarros, mugidos, partos, voces de niños, mujeres olvidadas que aguantan el paso del tiempo y sus dolores, permanecen para contar ellas la historia, hombres campesinos y obreros apariciones del pasado, surgidos de las sombras como ángeles dolientes para imponerse a la adversidad. Diálogos, canciones y cuadros cotidianos quedan adheridos a la condición lógica del ser, ocupan los huecos del corazón. Se siente y se ve, se toca y se huele, se oye y se masca la hermosura del mundo. Somos lo que decimos y lo que hacemos, somos lo que sentimos y pensamos, somos lo que recordamos. Estampas efímeras que nunca vuelven, de las que ni siquiera se está seguro que alguna vez fueron. Miradas de añoranza de quien ya no está, de lo que ya no está, de lo que muere en cuerpo y alma.
La vida aniquila como un camino que abruptamente termina en el abismo.