Donde digo Diego digo Frida, donde digo Frida digo Diego y donde digo Frida y Diego digo Méjico. Dos nombres unidos por la vida, por el arte y por el mito, símbolo y señal de la imagen artística de un país.
Frida Kahlo de niña la poliomielitis, a los 18 años un terrible accidente, el destino no quiso ser benevolente con su salud pero la naturaleza sí lo fue con su talento; maldita compensación. Sus cuadros explican su existencia porque son su existencia: la frustrada maternidad, la turbulenta relación con Diego Rivera, los amantes (siempre asociado el nombre de Trotski), los amigos, la ideología y el dolor, por encima de todo el dolor. Autorretratos como proyecciones del cuerpo astral, fenómenos de bilocación, hunden sus raíces en ella misma para extraer la savia de las emociones (la mujer convertida en tierra que nutre el arte) liberándose de las pasiones, las obsesiones y el sufrimiento. A la imaginación no se le pueden poner corsés ortopédicos, inquisiciones terapéuticas. Pintar para exorcizar la angustia, para salvarse, para vivir; válvula de escape de la rabia y la amargura; estilo de aparente ingenuidad folclórica convertido en señas de identidad; obra vestida con sus trajes de tehuana como si el mundo fuera una fiesta de reivindicación étnica y colorida alegría que no impide mostrarnos el interior de su alma.
Biografía amena, interesante porque el personaje lo es y mucho, no escarba, más allá de lo necesario en el morbo de sus gustos sexuales o en sus múltiples intervenciones quirúrgicas; aparecen sus amantes con la misma discreción que desaparecen. Conocemos a una mujer que le gustan los grandes almacenes y las tiendas del barrio chino donde se venden artículos baratos, que prefiere los mariachis a una orquesta sinfónica; descubrimos su escaso interés por el surrealismo (diríamos desprecio) tanto como su amor por la naturaleza, los perros, los niños y las muñecas, éstos tres últimos paños calientes de sus estériles gestaciones. Y si hay que dar un palito ese se le lleva Diego Rivera a quien muestra como un sátiro lúbrico y egoísta de encantadora personalidad.
La vida se va, el arte permanece.
Frida Kahlo de niña la poliomielitis, a los 18 años un terrible accidente, el destino no quiso ser benevolente con su salud pero la naturaleza sí lo fue con su talento; maldita compensación. Sus cuadros explican su existencia porque son su existencia: la frustrada maternidad, la turbulenta relación con Diego Rivera, los amantes (siempre asociado el nombre de Trotski), los amigos, la ideología y el dolor, por encima de todo el dolor. Autorretratos como proyecciones del cuerpo astral, fenómenos de bilocación, hunden sus raíces en ella misma para extraer la savia de las emociones (la mujer convertida en tierra que nutre el arte) liberándose de las pasiones, las obsesiones y el sufrimiento. A la imaginación no se le pueden poner corsés ortopédicos, inquisiciones terapéuticas. Pintar para exorcizar la angustia, para salvarse, para vivir; válvula de escape de la rabia y la amargura; estilo de aparente ingenuidad folclórica convertido en señas de identidad; obra vestida con sus trajes de tehuana como si el mundo fuera una fiesta de reivindicación étnica y colorida alegría que no impide mostrarnos el interior de su alma.
Biografía amena, interesante porque el personaje lo es y mucho, no escarba, más allá de lo necesario en el morbo de sus gustos sexuales o en sus múltiples intervenciones quirúrgicas; aparecen sus amantes con la misma discreción que desaparecen. Conocemos a una mujer que le gustan los grandes almacenes y las tiendas del barrio chino donde se venden artículos baratos, que prefiere los mariachis a una orquesta sinfónica; descubrimos su escaso interés por el surrealismo (diríamos desprecio) tanto como su amor por la naturaleza, los perros, los niños y las muñecas, éstos tres últimos paños calientes de sus estériles gestaciones. Y si hay que dar un palito ese se le lleva Diego Rivera a quien muestra como un sátiro lúbrico y egoísta de encantadora personalidad.
La vida se va, el arte permanece.